El abordó el camión y ella ya
estaba allí. No se dirigieron la palabra, él se sentó atrás de ella. Ella
posaba su mirada en la ventana para percibir en el reflejo el rostro de él.
Él divagaba en su mundo
imaginario, cambiando la dirección de la órbita planetaria o componiendo
canciones en su cabeza.
Cuando ella alzó su brazo y el
reflejo de su reloj le dio en los ojos, él le miró la nunca y pensó “que cabello tan hermoso, es negro igual
que la soledad”.
Se quitó los audífonos para
entablar una conversación con ella y en ese momento le escuchó tararear, Dios
mío que sonido más placentero “que voz ha de tener” pensó, naturalmente que
ante semejante sonido quedó completamente intimidado y así murió la idea de
entablar una conversación con ella, sin embargo el deseo de escucharla hablar
aún radicaba en su pecho “¿cómo la podré hacer hablar?” se preguntó.
Entraron más personas y eso
motivó que hubiera cambios en el acomodo de pasajeros y no sé si lo que
presencié fue el destino o mera casualidad… No la casualidad no existe,
definitivamente fue el destino lo que ocasionó que él se sentara a su lado.
De una manera tímida y sigilosa
ambos se pusieron los audífonos y no se voltearon a ver ni mucho menos se
hablaron.
Hasta que acercándose a su destino,
se armó de valor y tomó su mano, la sujeto con una sutileza inmensa para no
maltratar tan delicada flor pero a la vez con una fuerza imbatible para que
nunca se fuera.
Ella lo consintió y con una
ternura casi maternal comenzó a acariciar su mano con su dedo pulgar que había
quedado libre de esa pequeña prisión de amor. Irónicamente lo que contenía esa
“pequeña prisión” pudo haber sido la historia de amor más hermosa del mundo y
se las estaría contando si él no hubiera volado a España y ella a los Ángeles.
No se separaron sin antes
disfrutar de esa unión de tacto soltando sus manos y sujetándolas, poniendo una
encima de la otra, cambiando la forma de sujetarse, abriéndola y cerrándola
como si su mano quisiera morder la
de ella o como si le intentara besar con su mano.
Llegaron a su destino, al
aeropuerto internacional de Dulles donde él y ella se bajaron, con la mano
derecha él llevaba su maleta y con la izquierda la mano de ella y ella de
manera inversa.
Él cruzó la terminal B, ella la
terminal C y antes de ser separados por los túneles de cada terminal la mano de
ella hizo una última caricia de despedida, que se sintió como el beso de buenas
noches después de dejarla en su casa o
como el tomar tus zapatos al salir de su cama para irte sin despertarla.
Y él con su mano un poco sudada, la soltó.
No se voltearon a ver, tampoco se dijeron adiós.
Azuré
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